Habito Caracas desde hace décadas. Amo el clima aunque cada día es más caluroso. Uno de mis sitios preferidos es el Parque del Este, bueno, el Parque Miranda. Ayer fui a realizar un trámite con transito terrestre y tuve la feliz idea de estacionar lo más lejos posible del lugar de la inspección de los autos y caminar a través de la naturaleza y tomar algunas fotos. El parque estaba precioso: los árboles florecidos, las aves alborotadas, las ardillas como locas recogían semillas, las guacamayas ruidosas picoteaban mangos y almendras, las parejas de enamorados se abrazaban en cada rincón, los deportistas trotaban, corrían, practicaban artes marciales, jugaban fútbol, los niños escolares jugaban acompañados de sus maestras y las familias llegaban con sus pequeños hijos. El aire estaba cargado de humedad, nubes negras se posaron sobre el parque, cayeron gotas grandes que se transformaron en un buen e intenso aguacero tropical. Guardé la cámara fotográfica rápidamente y seguí caminando bajo la lluvia. Comenzó a soplar el viento,caían hojas, flores, pequeños mangos y decidí quitarme los zapatos, andar descalza y disfrutar de ese regalo de frescor, colores, olores con la sensación de libertad y niñez.




 Llegué a una cancha de futbolito. Había un partido que siguió a pesar de la pequeña tormeta. Me quedé hipnotizada como si viera una película, pasó un recuerdo y otro. El de mi hijo detrás de la pelota en la cancha, con sus compañeros de equipo corriendo, sudando, gritando, rabiando, disfrutando y celebrando el gol. Y yo, en las gradas viéndolo crecer, tomándole fotos, cruzando los dedos por el empate, preguntando y ahora ¿cuál fue la falta? ¿porque pito el árbitro? Yamandú, mi hijo amado, llegó en ese momento a mi corazón a través de esos chicos pateando el balón debajo de la lluvia. Agradecí la presencia de tantos seres queridos en mi vida y se abrió un claro. Ahí en medio de la lluvia me envolvió una nube de felicidad. Entendí lo que puede ser un momento satori, o samadhi, un destello de lo que puede ser la verdad y sé  que la experiencia quedó sembrada en mi vida.  Espero que sean semillas de acacia como las que tanto me gustan, que crecen y se convierten en árboles frondosos, umbrosos y coloridos.
En la noche mi hijo me llamó eufórico, por lo que tanto había trabajado en estos años, se logró, pero esa es otra historia.